Desde
los primeros tiempos del hombre en la Tierra, las emociones y los sentimientos
negativos primarios —como la rabia, el miedo, el rencor, la hostilidad, el
resentimiento y el encono— están indisolublemente ligados a la agresividad, una
compleja dimensión emocional orientada a la supervivencia y, probablemente, uno
de los más potentes motores evolutivos biológicos. La agresividad desencadena
comportamientos de daño conocidos como agresión o conducta agresiva. En la
mayoría de los niños y adultos la agresividad es un rasgo normal que se agazapa
la mayor parte del tiempo, cual animal salvaje en su madriguera, silencioso y
latente, sin emerger como conducta a menos que las circunstancias sean
propicias. En una minoría de niños, adolescentes y adultos, la agresividad no
está latente, sino activa y provoca frecuentes conductas de daño inesperadas o
injustificadas. Esto ocurre debido a lesiones o a un mal funcionamiento en
numerosas estructuras cerebrales específicas y cae en el ámbito de los
trastornos emocionales.
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