La ruta delineada, demarcada, es un
orden. El lazo, la relación, la más profunda comunicación, es un ordenamiento
recíproco. Te espero, me llamas, nos encontramos. Nos vamos armando en
nuestras propias, íntimas y privadas rutinas, es decir códigos rituales, para
poder expresar justamente eso que es invisible a los ojos de un padre y un
adolescente.
De la misma manera, la ruta no ha de ser
ruta a menos que esté demarcada con rayas visibles a los costados, con señales,
con carteles indicadores.
Todo ello te orienta, no te fuerza. Da
lugar a la libertad. Luego eliges el objetivo, el camino dentro de la ruta, la
velocidad, la música, el silencio.
Ni sabes qué elegirás, con precisión.
Tienes una idea, una vaga idea, pero no puedes prever las ocurrencias, eso que
le sale a uno al encuentro y lo desvía de la idea primigenia. Es la aventura.
Esta es la realidad: aventura y orden,
orden y aventura, lo decía el poeta Apollinaire.
La aventura es lo creativo, lo
impredecible, pero el orden la sostiene. La aventura es un cuadro de Dalí. No
obstante, el genio tenía un orden, una disciplina, límites y reglas para
pintar, y para desplegar, sobre ese sustento, su fantasía surrealista, semejando un camino entre limites y libertad.
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