Entre el
nacimiento y los ocho o diez meses de edad, el niño no discrimina entre
conocidos y desconocidos. Le sonríe abiertamente a todo el
mundo, tiende sus bracitos y acepta con placer las caricias de quien se cruce en su camino. Pero trascurrido un
tiempo el bebé sociable da
paso a uno cauteloso que teme a los desconocidos, esconde su rostro contra el cuello de su
madre y se aferra a ella como un koala asustado cuando un extraño intenta tomarlo
en brazos. A partir de ese momento, y gracias a la maduración de sus estructuras
cerebrales específicas, el niño reaccionará "territorialmente",
experimentando
intensa agresividad cuando su terreno (su casa, sus juguetes) son
invadidos por un extraño. Serán las reacciones amistosas del otro, como la
sonrisa amplia, la mirada transparente o la actitud relajada, que también
se activan automáticamente en el otro al percibir una agresión inminente. Lo cual neutralizarán el torrente agresivo que amenaza convertirse en conducta de daño
y darán tiempo para organizar una elaboración consciente y un inmediato
"cambio de conducta". Pero si en vez de sonrisas y miradas claras el
extraño muestra el ceño fruncido, los ojos acerados, la boca apretada y la
actitud tensa y alerta, la agresividad no será neutralizada, sino que se
potenciará y emergerá un repertorio de conductas de daño dependientes de la edad, el género y otros factores. Un niño pequeño morderá; uno algo
mayor dará patadas y golpes de puño; un adolescente varón derribará,
pateará y dará bofetadas, mientras que una joven arañará o repartirá
manotazos. Es un bebe, un niño o un joven defendiendo su territorio cuando
la agresividad lo asalta.
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