viernes, 23 de septiembre de 2011

Inteligencia


La inteligencia no es algo adquirido, es inherente, es de naci­miento, es intrínseca a la vida misma. No sólo los niños son inteligentes, los animales a su manera son inteligentes, los árboles a su manera son inteligentes. Por supuesto, todos ellos tienen diferentes tipos de inteligencia porque sus necesidades difieren, pero ahora es un hecho aceptado que todo lo que vive es inteligente. La vida no pue­de existir sin inteligencia; estar vivo y ser inteligente son sinónimos.
Pero el hombre es un dilema por la sencilla razón de que él no sólo es inteligente, además es consciente de su inteligencia. Esto es algo único, es su privilegio, su prerrogativa, su gloria, pero puede convertirse fácilmente en su agonía. El hombre es consciente de que es inteligente; esta conciencia conlleva sus propios problemas. El primer problema es que crea el ego.
El ego no existe en ningún otro lugar excepto en los seres hu­manos, y surge cuando el niño comienza a crecer. Los padres, las escuelas, los colegios, la universidad, todos ayudan a re­forzar el ego por la sencilla razón de que durante siglos el hombre ha tenido que luchar para sobrevivir, y la idea se ha convertido en una fijación, en un profundo condicionamiento inconsciente: sólo los egos fuertes pueden sobrevivir en la lucha por la vida. La vida se ha convertido sólo en una lucha por sobrevivir. Y los científicos lo han hecho incluso más convincente con la ley del más fuerte. Por eso ayudamos a todos los niños a reforzar el ego, y es ahí don­de surge el problema.
A medida que el ego se va haciendo más fuerte, comienza a ro­dear a la inteligencia como si fuese una espesa capa de oscuridad. La inteligencia es luz, el ego es oscuridad. La inteligencia es muy delicada, el ego es muy duro. La inteligencia es como una rosa, el ego es como una roca. Y si quieres sobrevivir, dicen ‑los supuestos sabios‑ que tienes que volverte como una roca, tienes que ser fuer­te, invulnerable. Tienes que convertirte en una fortaleza, una for­taleza cerrada, para que no puedas ser atacado desde el exterior. Tienes que hacerte impenetrable.
Pero entonces te cierras. Empiezas a morir en cuanto a tu inte­ligencia se refiere, porque la inteligencia necesita un cielo abierto, el viento, el aire, el sol para poder crecer, para expandirse, para fluir. Para seguir viva necesita fluir constantemente; si se estanca, se convierte poco a poco en un fenómeno muerto.
No permitimos a los niños que sigan siendo inteligentes. Lo pri­mero es que, si son inteligentes, serán vulnerables, delicados, abiertos. Si son inteligentes serán capaces de ver las muchas false­dades que hay en la sociedad, en el Estado, en la Iglesia, en el sistema educativo. Se convertirán en rebeldes. Serán individuos; no serán fácilmente intimidados. Los puedes aplastar pero no los pue­des esclavizar. Los puedes destruir pero no puedes obligarles a ce­der. En un sentido, la inteligencia es algo muy suave, como una rosa; en otro, tiene su propia fuerza. Pero esta fuerza es sutil, no es grosera. Esta fuerza es la fuerza de la rebelión, la de una actitud in­sobornable. Uno no está dispuesto a vender su alma.
Observa a los niños pequeños y entonces no me preguntarás; verás su inteligencia. Sí, no son eruditos. Si pretendes que sean eruditos, es que no piensas que sean inteligentes. Si les haces pre­guntas que dependen de la información, no te parecerán inteli­gentes. Pero hazles preguntas reales que no tengan nada que ver con la información, que necesiten una respuesta inmediata, y ve­rás: son más inteligentes que tú. Por supuesto, tu ego no te per­mitirá aceptarlo, pero si consigues aceptarlo te ayudará muchísi­mo. Te ayudará a ti, ayudará a tus niños, porque si eres capaz de ver su inteligencia, podrás aprender mucho de ellos.
Aunque la sociedad destruye tu inteligencia, no puede destruir­la totalmente; sólo la cubre con muchas capas de información.

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