lunes, 30 de septiembre de 2013

Su majestad el niño!

A partir del siglo XX se inauguró "el siglo del niño" y este siglo lo va reafirmando.
En el pasado el valor era el anciano, la presencia de la tradición. La revolución de nuestro siglo colocó al niño en el centro de la nueva historia, his­toria de lo nuevo.
Ya no es lo viejo lo que vale, sino lo nuevo; no es la con­servación de las tradiciones lo que merece aplauso, sino el cambio, lo joven, que por el solo hecho de ser joven ya sig­nifica renovación, apertura hacia un futuro de progreso.
Entonces padres y maestros se hicieron a un costado para dejar pasar a su majestad el niño, el adolescente, el joven, el nuevo mundo y el mundo de lo nuevo. Creyendo que de esa manera les dábamos la tan preciada libertad.
También les dimos juguetes didácticos, teorías psicológicas, libertad, autorrealización, ser ellos mismos, pensando que mági­camente el mundo se transformaría y su majestad el niño construiría su imperio de belleza, bondad, liberación, los adultos nos hicimos a un lado. De paso nos fuimos haciendo niños también nosotros los padres.
En el culto a la juventud como único y divino tesoro, entendimos que solamente vale lo joven y que, por lo tanto, no podíamos quedarnos fuera de ese ideal superior. Sí, todos somos jóvenes, y el que no lo es debe serlo o aparen­tar serlo.
Este fue y sigue siendo el siglo de los jóvenes. Otro tipo de ser no hay. Se es menos joven o más joven, o no se es.
Prohibido prohibir, se escribió en mayo de 1968 en París. No se escribió, pero se supo y se sabe: prohibido no ser joven. En el medio caminaba su majestad el niño. Ese niño, a decir verdad, no creció más feliz ni alcanzó las altu­ras de la libertad que para él soñamos.
Creció en el vacío, sin límites, sin fronteras, sin carte­les orientadores, sin sustento, sin apoyo. En consecuencia no creció.
Quisimos ser modernos y terminamos desprovistos de la línea que demarca la identidad.
Los límites, los que todos hemos perdido —nuestros hijos porque no los conocieron, nosotros porque nos desprendimos de ellos—, los límites son las coordenadas de los valores, de las creencias, de los modales, de las maneras y —en fin— de las reglas de la existencia y de la coexisten­cia. De la identidad. Por ellos uno es o puede llegar a ser "alguien".
Vivir es vivir entre límites, en algún encuadre, entre horizontes. Dentro de ese espacio germina y se desarrolla la libertad.
Interpretamos mal: creíamos que la libertad se da. No es cierto: la libertad no se da, la libertad se toma, se conquista, se logra, se esculpe, confrontándose con límites, aceptando unos, recha­zando otros, pero usándolos como referentes en el camino.
Además la libertad es un medio, no un fin. Ahí la tie­nes, para hacer algo con ella, algo que tú elijas.
¿Y cómo se elige? Se elige entre opciones. Las opciones son los límites dentro de los cuales la libertad adquiere sentido, al rechazar unos y adoptar otros. Es libre el que elige un proyecto de vida.

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