Durante los años de
la escolaridad los chicos y chicas practican la dialéctica de sus conflictos, y
en esta práctica una norma preside todas las discusiones: todos son iguales
ante los argumentos de reciprocidad. Así, la igualdad de derechos y deberes, la
libertad de expresarse y de justificar sus razonamientos, etc., se convierte en
una ley universal. O, al menos, así se
entiende que debe ser, lo cual no significa que todos y cada uno de ellos/ellas
consiga aprender el arte de defender su punto de vista, junto con el deber de
ajustarse a la norma.
A veces, la vida
intelectual avanza más rápidamente que la vida social, y muchos chicos/as, que se
saben con derecho a la reciprocidad, son incapaces de dominar las destrezas
sociales que les permitirían ejercitar dicho derecho. Otros, aun sabiendo que
están forzando la ley que da a los otros sus mismos derechos, prefieren gozar
del beneficio del poder abusivo, pero ése es ya un problema moral, al
que no es ajeno este asunto.
Dominar el principio
de la reciprocidad no es sólo una cuestión de capacidad cognitiva, es, sobre
todo, una cuestión de habilidad social. El ejercicio práctico de la reciprocidad
se opone al egocentrismo afectivo (yo merezco más, yo lo hice mejor, yo no lo
hice, él chilló más), pero requiere la fuerza moral de exigir lo mismo que, en
buena lid, se oferta en la relación social con los iguales. La vida social de
los chicos y chicas está plagada de incumplimientos de la ley de la
reciprocidad con sus iguales, por razones que abarcan desde la inmadurez
cognitiva, a la deficiente capacidad social para mantener el punto de vista,
arriesgándose a perder amigos o favores. No obstante, los niños/as, los jóvenes
y los adultos sabemos que si no se practica la reciprocidad moral, las
consecuencias son negativas para las relaciones.
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