El hombre
es más argumentativo. Esto han aprendido las mujeres: si
siguen hasta el fin de la discusión, él ganará. De modo que las mujeres no discuten,
pelean. Se enfadan y lo que no pueden hacer mediante la lógica lo hacen a
través de la furia. Lo sustituyen todo por la ira y, desde luego, el hombre
que piensa que no tiene sentido tomarse tantas molestias por algo tan
insignificante y termina por estar
de acuerdo con ellas.
La mujer
tiene sus propios argumentos: romper platos. Por supuesto, esos
platos son los viejos. Jamás rompe los realmente hermosos. Golpea al hombre con
la almohada, pero golpear a alguien con una almohada no es un acto violento.
Una almohada blanda representa una pelea muy poco violenta. Le arroja cosas,
pero jamás apunta a darle. Apunta aquí y allá. Pero eso es suficiente
para dar la alarma. Es lo que ella quiere, que todo el barrio
se entere de lo que está sucediendo. Eso aplaca al marido. Este se arrastra y
suplica: «Perdóname. Estaba equivocado desde el principio. Lo sabía».
A
medida que las parejas se asientan, el marido olvida todo sobre las
discusiones. Cuando entra en la casa, respira hondo y se prepara para
cualquier cosa irracional que vaya a
suceder.
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