lunes, 2 de septiembre de 2013

Comprender a un adolescente

El mundo entero aclama entendimiento, porque nadie se entiende con nadie. La crisis es de entendimiento.
      —No me entiende... —dice la esposa sobre el esposo.
Algo semejante confiesa él en la oficina:                        
      —Lo que pasa es que ella no me entiende...
Y los hijos sobre sus padres:
      —¿Quién entiende a los viejos?
Quizá desviamos el camino. No estamos para entender­nos. Hay que desechar ese ideal, porque es falso, porque no es posible, porque entender es una práctica del intelecto referida hacia el mundo exterior, el de las cosas, el de la naturaleza, el de los astros, pero no es válida para el mundo humano.
Uno entiende o puede llegar a entender el funcionamiento de una máquina. La máquina, si está en buenas condiciones, funciona siempre igual. El hombre, si está en buenas condiciones, funciona siempre distinto. ¿Enten­derlo? Imposible. Carece de manual de instrucciones.
El hombre es siempre algo que parece racional, pero que, como la luna, está lleno de fases oscuras, invisibles. Esa es nuestra condición, inentendible, es decir, imprevi­sible.
Conocer y entender, son acciones relativas a cosas, a objetos, a aquello que nos es ajeno; los seres humanos no somos objetos, somos sujetos móviles, mudables, impredecibles. Misteriosos, en última instancia.
Por eso cabe decir:
—No viniste al mundo, hijo, para entenderme ni para que yo te entienda. No eres un objeto de estudio. Eres un sujeto viviente, creativo, lleno de potencias que ni tú ni yo conocemos a fondo. Pero estamos juntos para vivir y para ayudarnos recíprocamente a ser felices.
La felicidad no es entendimiento.
De la felicidad el entendimiento nada entiende. Pascal reflexionaba: "El corazón tiene razones que la razón desco­noce".
Porque la felicidad, es privativa, de cada uno, intrans­ferible —como fórmula, como receta— a otros.
Queremos amor, no entendimiento. Así de sencillo. A tal efecto, para amarnos, cada uno debe ser el que es, debe asumirse en su edad, en sus creencias, en sus ideas, en sus gustos, en sus vivencias.
—Para que seas tú mismo, hijo mío, debemos —tu mamá y yo— ser nosotros mismos.
Ahí está el límite, el gran límite primero. Un límite que nos separa y nos comunica a la vez.
De ahí se desprenderán todos los demás límites que son, desde "no metas las manitas en el plato", hasta "no, es esa no la manera de comportarse con una novia".
Claro que todo comienza con el NO. No somos los mis­mos; no tenemos idénticos gustos ni preferencias; no es tu cuerpo el mío, ni es tu sensibilidad la mía...
NO es el origen de la cultura, de cualquier sistema de convivencia humana. Tu diferencia con los demás te consti­tuye en persona única e irreemplazable; gracias a esa dife­rencia, te comunicas, te enriqueces, te enamoras.

Del NO brota el sí; y a partir de ahí ejerces tu libertad creadora y conformadora de nuevas normas.

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