martes, 25 de septiembre de 2012

Reciprocidad social


Durante los años de la escolaridad los chicos y chicas practican la dialéctica de sus conflictos, y en esta práctica una norma preside todas las discusiones: todos son iguales ante los argumentos de reciprocidad. Así, la igualdad de derechos y deberes, la libertad de expresarse y de justificar sus razonamientos, etc., se convierte en una ley universal. O, al menos, así se entiende que debe ser, lo cual no significa que todos y cada uno de ellos/ellas consiga aprender el arte de defender su punto de vista, junto con el deber de ajustarse a la norma.
A veces, la vida intelectual avanza más rápidamente que la vida social, y muchos chicos/as, que se saben con derecho a la reciprocidad, son incapaces de dominar las destrezas sociales que les permitirían ejercitar dicho derecho. Otros, aun sabiendo que están forzando la ley que da a los otros sus mismos derechos, prefieren gozar del beneficio del poder abusivo, pero ése es ya un problema moral, al que no es ajeno este asunto.       
Dominar el principio de la reciprocidad no es sólo una cuestión de capacidad cognitiva, es, sobre todo, una cuestión de habilidad social. El ejercicio práctico de la reciprocidad se opone al egocentrismo afectivo (yo merezco más, yo lo hice mejor, yo no lo hice, él chilló más), pero requiere la fuerza moral de exigir lo mismo que, en buena lid, se oferta en la relación social con los iguales. La vida social de los chicos y chicas está plagada de incumplimientos de la ley de la reciprocidad con sus iguales, por razones que abarcan desde la inmadurez cognitiva, a la deficiente capacidad social para mantener el punto de vista, arriesgándose a perder amigos o favores. No obstante, los niños/as, los jóvenes y los adultos sabemos que si no se practica la reciprocidad moral, las consecuencias son negativas para las relaciones.

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